HOMILÍA DEL DOMINGO 20º DEL TIEMPO ORDINARIO (20 agosto 2017)
Unos atentados como los de Barcelona y Cambrils nos obliga a enfrentarnos seriamente con los problemas ideológicos, sociales y morales que lo hacen posible. Evidentemente no basta con decir que los extranjeros son peligrosos.
Jesús mismo en un momento difícil, al verse rechazado por su pueblo, se dio cuenta de que tenía que superar el prejuicio de que los judíos eran superiores a los demás y que eran los hijos de Dios frente a los demás pueblos, que eran impuros como los perros mismos.
Para él, y consecuentemente para la humanidad entera, el encuentro con la cananea fue decisivo, porque, al ver la fe que tenía, concluyó que la salvación que Él traía no podía limitarse al pueblo de los hijos, sino a la humanidad entera. No podemos convertirnos en jueces que siempre condenan y sin saber a fondo el asunto o las personas.
El pueblo de Dios no es una cuestión de raza, cultura o nacionalismo, es un resultado de la fe de cada uno de sus miembros. Con el encuentro de la cananea Jesús tuvo que ponerse a preparar una Iglesia abierta a todas las naciones, pues la oferta de amor de Dios se regala a todos sin despreciar ninguno.
La Iglesia no debe ser un grupito de buenos, seguros de sí mismos hasta el punto de creer más en nuestras cosas que en Señor, sino que tiene que ser la congregación de la gente contenta de conocer a Jesús, que va al encuentro de tanta cananea como anda por el mundo buscando la salud para su hija, que desde el respeto buscan incluir, construir juntos. Nadie debe estar excluido de la gran asamblea que es la Iglesia.
Más aún, la Iglesia tiene que ser ella misma la cananea, la que siempre se sabe extranjera, la que acude a Jesús para elevarse a la categoría de esposa que engendra mediante la fe siempre nuevos hijos de Dios, sanados por Cristo abiertos a la humanidad entera.
Jesús es de todos y para todos. Él busca la fe de sus oyentes, es el buscador de corazones. La fe rompe fronteras y muros, y hace que los hombres se hermanen unos con otros. El banquete de la Eucaristía es una muestra de familiaridad de todos con todos, pues participamos del mismo pan.